Cada humano es el protagonista principal de las circunstancias que lo rodean. El día o la noche; el tiempo, cálido o frío, tórrido o tempestuoso; las horas, corta o largas, que la relatividad antoja; la gente, a solas o acompañada; y un montón más de elementos que suele tener nuestro nicho ecológico humano, tiene la particularidad de ambientar estas circunstancias con su infinita amplitud.
Las calles de la ciudad, como cualquier otro lugar, pueden ser en suma el sustrato donde estas circunstancias se desarrollen. La gente se desplaza en la dirección que el nonillón de acontecimientos pasados lo empujaron para estar justo en el lugar que están.
Todo individuo arrastra, como una pesada locomotora, su gran historia; una gran historia hecha de coincidencias; coincidencias que resultan de tantas otras coincidencias, infinitas coincidencias. Coincidencias sucedidas antes que él naciera, coincidencias actuales, coincidencias que vendrán después de que muera. Si no existieran estas coincidencias no habría vida, no habría nada. Todo humano, sin exceptuar a las cosas que lo rodea, es el producto de las coincidencias, y las coincidencias son en suma la vida misma. De coincidencias está hecha toda historia, todas las historias.
Estas coincidencias, hacen música; suenan. Esta música es un caudaloso río haciendo sus meandros y cascadas en la inmensa pluviselva de la vida.
En el cálido momento del día, mi humanidad habiéndose incluido en este vasto escenario como uno de sus muchos actores vivientes y de movimiento voluntario, se acerca hasta una sonora catarata de este vasto río. Lleva en las manos un cántaro con el que recoje algo del sonoro líquido.
El cántaro tiene una inscripción, la leo en voz lo suficientemente audible, dice: "La Sinfonía de Fausto. Liszt."
Luego, habiéndome alejado del gran torrente, golpeo el cántaro con los nudillos de las manos. Suena el recipiente y sus ondas se alejan por la inmensa floresta como el oleaje de un mar buscando una orilla donde romper. Es música invencible que deja su marca ondeante en la piel de cada árbol, en la de cada planta y en la de cada animal. Es música que suena a historia humana de los viejos tiempos. Es música que descubre antiguas construcciones bajo los paraguas de los inmensos árboles y bajo el limo de los líquenes y de las enredaderas, vetustos teatros de la antigua vida que el sol hace mucho no ve, piedras de formas y dimensiones que ya olvidó.
En esas gloriosas piedras, muy pesadas por cierto, aún se pueden leer los hondos misterios que animaban la vida de los hombres que los arrancaron de las duras canteras, para luego pulirlas y apilarlas en recias estructuras.
Estas construcciones ocupaban el centro de las capitales de inmensos territorios. Miles de personas asentaban sus hogares en sus alrededores haciendo un día a día que la memoria ya no recuerda. Aquí nacieron, crecieron y murieron muchas generaciones. Hubo un esplendor, un momento de máxima gloria.
El tiempo es inflexible. Su inexorable péndulo, salta de un día a otro, de hoy a mañana, y nunca retrocede. Las leyes de la naturaleza imponen sus mandatos en todo lo creado por los humanos: envejece lo nuevo y tan enseguida lo pulveriza. Los mismos humanos obedecen estas leyes, nacen, se desarrollan y mueren. En esta drástica marcha, cuando ya el sol de la historia de la civilización llega al poniente, viene el desenlace donde las fastuosas obras de los hombres son abandonadas y pronto olvidadas. El numeroso gentío que habitaba las ciudades y las extensas fronteras que las rodeaban, se reducen drásticamente y finalmente se extinguen.
La vieja Mesopotamia, los antiguos chinos, la civilización hindú de miles de años atrás, el imperio maya, la civilización egipcia del pasado, el imperio inca y otras grandes culturas de América, Asia, y África, corrieron esta suerte. Son por ahora los nimios remanentes de un esplendor, cuya idiosincrasia real se ha perdido y es visto y analizado, específicamente en algunos aspectos muy íntimos de su psicología, con unos ojos actuales que no corresponde a su antigua realidad.
Pero, ¿qué inspiró a los primeros hombre de estas civilizaciones para colocar la primera piedra de lo que sería su fastuoso hogar por muchas, muchas, centurias y milenios? ¿Puede ser la casualidad el origen de tales portentos?
Para empezar, los hombres que inician las grandes civilizaciones no son personas ordinarias. Nada ordinario empieza algo extraordinario. Y la casualidad no puede ser el origen que maneje los corazones y cerebros de estas personas. El azar es ajeno a lo extraordinario.
Pero, ¿que sería esto de extraordinario que poseían aquellos hombres? Para responder esta pregunta tendríamos que conocer de manera honda, entera y sincera, al hombre actual. Deberíamos observarlo, analizarlo, estudiarlo, y luego sacar conclusiones. ¿Somos extraordinarios?
Tomemos como referencia la sexualidad humana y respondamos esta pregunta. Resulta que la sexualidad es el centro de todo, es el eje alrededor del cual gira la vida humana, es el punto del que convergen todos sus hechos. La sexualidad siempre ha sido la principal columna de la vida humana, desde que nace hasta que muere, es indudable. La sexualidad lo trae a la vida, la sexualidad lo mantiene en la vida y la sexualidad se lo lleva, así es la vida humana. La sexualidad es el eje alrededor del cual giran sus virtudes y sus defectos. Es el centro de sus valores positivos y de sus valores negativos. La sexualidad se copia de los antecesores, se imita del entorno y se lega lo aprendido.
Haciendo una comparación, la de aquellos hombres que dieron inicio a las grandes civilizaciones, con la generalidad de los hombres actuales, se llega a una conclusión de que aquellos tenían una sexualidad diferente a la del hombre común de estos días. Aquellos hombres, hacían el uso de su sexualidad, en lo físico, fisiológico y psicológico, de una manera muy diferente a la de hoy.
Las leyendas hablan de dioses, hombres y demonios. Los dioses, omnipotentes en su olimpo, dechado de virtudes, poderes e inmortalidad. Los hombres, ordinarios, débiles, pasionales, sufrientes y mortales. Los demonios, simplemente tentadores y llenos de tácticas para arrastrar a los hombres hasta sus dominios de sombras. Los dioses, sin defectos; los hombres, con defectos; los demonios, el defecto total.
Con estos tres conceptos diferentes, de dioses, hombres y demonios, los hombres del pasado hablaban de sexualidad; de una sexualidad diferente. La de los dioses, el producto del elixir de la larga vida; la de los hombres, el producto de la incertidumbre; y la de los demonios, la razón del sufrimiento.
Las leyendas recalcan estos tres tipos de sexualidad: la de los dioses, el del control completo, la felicidad; el del hombre, el que quiere controlarlo y no puede, la vivencia agridulce; y el de los demonios, el descontrol total, la infelicidad absoluta. Todas las luchas guerreras de las leyendas no son otra cosa que metáforas por conseguir la felicidad; en ellas están presentes, los dioses, hombres y demonios.
Los dioses, la felicidad, la ausencia de defectos, la larga vida. ¿Cómo así? Pues, ¿cuál es la razón principal de los defectos? Un análisis concienzudo de la sexualidad humana resulta que la lujuria es el principal elemento del que dependen todos sus defectos psicológicos. Y, la lujuria, para aquellos hombres que plantaron las primeras piedras de las civilizaciones estaba relacionada a la eyaculación. Y quién vencía al vaciado de sus fluidos creadores, quién conseguía evitar la salida de sus líquidos generadores permanentemente, podía tranquilamente romper con todo aquello que producía sus pesares, pues estos tienen un poder de influencia menor que aquel.
El no vaciado de los fluidos creadores, estaba relacionado a unos estrictos conocimientos entregados a los sacerdote y nobles. La leyenda convirtió a estos conocimientos como el «elixir de la vida eterna».
La ira, la soberbia, el miedo, la mentira, la gula, y todos los demás defectos de la psiquis humana, son pequeños monstruos en comparación con la lujuria. Todos aquellos, dependen de esta; y si esta desaparece todos los demás pueden ser aniquilados con facilidad. Es imposible eliminar del todo a aquellos si la lujuria no es aniquilada primero.
Si aquellos hombres no habrían hecho desaparecer de su interior el elemento de la lujuria y a todos aquellos indeseables que lo acompañan, no habrían dado inicio a ninguna civilización, pues sus defectos psicológicos, sus egoísmos, habrían truncado toda aspiración desde el inicio. Las miras futuras de esos hombres habrían sido fútiles.
Aquellos hombres, casados, con sus mujeres, en un maravilloso convenio de pareja, habían eliminado la lujuria y la conexión sexual estaba desligada de aquello que consideraban la vulgar eyaculación. El secreto de cómo lograron erradicar de sí, a ese terrible monstruo de la lujuria y, por lo tanto, a sus demas egoístas compinches, con del paso tiempo se redujo a una élite secreta; y allí permaneció para renacer en diferentes momentos de la historia.
Los dioses, de los antiguos tiempos, eran estos hombres cuyos dones psicológicos fueron caracterizados por poderosas corpulencias y portadores de terribles armas.
La lujuria ganó terreno cuando las civilizaciones alcanzaron su máximo esplendor, hizo que todos los demás egoísmos crecieran. La decadencia, la decrepitud y extinción, vino enseguida sin el sustento de valores humanos reales.
¿Augustos planes colocan a estos hombres al inicio de las civilizaciones? Sí. ¿Son acaso, las civilizaciones una inútil creación en el tiempo y espacio con la mera intención de lo casual? |